Hace tiempo que miro a mi alrededor y no puedo dejar de extrañarme por lo que mi cerebro percibe. Quizá sea que mi forma de ver el mundo y de valorar las cosas se ha quedado en el mesozoico y mis pensamientos se hayan quedado tan retrógrados como los dinosaurios, pero cada día me doy cuenta de que no entiendo a la mayoría de la gente. No es que me haya vuelto una loca intransigente, simplemente no me parecen normales ciertos tipos de comportamiento que se extienden como una plaga y que cada día infectan a más individuos.
A veces pienso que quizá sea yo la tipeja extraña que se mueve entre esta nueva especie en expansión y que todos ellos me ven como un fósil aburrido que sobrevive sobre la tierra a pesar de sus intentos de destrucción.
Debo reconocer que cada día me cuesta más confiar en la gente y que los que actualmente gozan de esa prioridad son bastante escasos. Tengo la sensación de que la mayoría de las personas utilizan la información que se les confía para crear su propia tela de araña y trepar hasta su objetivo, aunque para ello tengan que acabar depredándote como a una vulgar presa. Ando por la vida con las garras fuera para que en caso de ataque me de tiempo a defenderme y aún así puedo sentir los zarpazos y las decepciones.
Me hace gracia e incluso llega a arrancarme una carcajada que aún haya personas que puedan verme como una tonta, como una idiota con la cabeza hueca que no se da cuenta de nada y por tanto a la que se puede criticar en sus narices sin que exista peligro de quedar al descubierto. Me hace gracia que no sepan que con mi cara de niña buena y esta pose de mojigata, me doy cuenta de cada uno de los gestos despectivos y de los comentarios que intentan esconder entre susurros. Pero lo más importante, es que he conseguido que todo lo que esta gente pueda pensar, ME IMPORTE UN CARAJO.
La luz de las velas tintineaba al ritmo de la suave melodía que emitían las ondas de radio. Le gustaba estirarse en aquel viejo sofá para cerrar los ojos y dejar volar la imaginación. Se dejaba llevar por su mente, y en aquellos momentos dejaba de ser dueño de sí mismo, era sólo un pasajero en el barco de sus sueños.
Se introducía en aquellos rincones escondidos dónde la realida no le permitía pasear, y allí se quedaba horas, acariciando con la mirada cada detalle. Ni siquiera el timbre del teléfono o el claxon de los coches eran capaces de sacarle de su mundo de fantasía.
Esa noche era especial, después de muchos meses de ser víctima de su propia vida, conseguía recuperar aquellos momentos de desconexión y tirar a la basura el día a día que ya apestaba a podrido.
Bebió un trago de vino de su copa de cristal y siguió viajando entre ilusiones, con una sonrisa en los labios.